per José Luis Álvarez, doctor en sociologia per la Universitat de Harvard. Publicat al País, del 21-08-2012
CiU ha acelerado el ritmo de su larga marcha hacia la independencia. Ha transitado en pocos años del híbrido pujolista queja-colaboración al català emprenyat; de reclamar la integridad del Estatut a, olvidándolo, demandar la “caja y la llave” de una hacienda propia, a la Vasca, so pena de independentismo, sobre el que algunas encuestas reflejen el interesantísimo fenómeno de que obtiene más apoyo que el electoral de los partidos nacionalistas sumados.
Los problemas de Cataluña son graves. El déficit fiscal es real. Es inaceptable que la cuota de solidaridad de Cataluña con otras autonomías rebaje su posición en el ranking de riqueza autonómico. Pero, en política, cualquier acción, como la reclamación de pacto fiscal, se lleva a cabo por más de un motivo, intenta ser solución a más de un problema. Esta escalada es, principalmente, el intento de asegurar una dinámica soberanista irreversible, en una tesitura de fragilidad del estado español. CiU consigue, además, dos objetivos añadidos: no ser perjudicada en sus expectativas electorales por la crisis, cuya culpa ha externalizado al gobierno central y, que, cual PP valenciano, no le afecte el goteo de datos sobre su financiación irregular y casos de corrupción.
Si el catalanismo se permite este crescendo reivindicativo es porque ha dejado atrás su gran peligro histórico: que las clases trabajadoras, de cultura mayoritariamente no catalana, se opusiesen a su proyecto. Esta amenaza era acuciante porque CiU ha sido incapaz de ampliar su espacio electoral más allá de la clase alta y clases medias de origen catalán, nunca ha superado el porcentaje demográfico de éstas, poco más del 30% de la población. El catalanismo es la plataforma de hegemonía de la burguesía de origen catalán, y CiU es su partido.
Las tácticas que CiU ha elegido para mantener la iniciativa y hegemonía políticas, sin una demografía mayoritaria ni dominio electoral estable, para conseguir la máxima activación de sus bases y la máxima pasividad, cuando no subordinación, de su oposición, son una gran lección política.
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Dos han sido sus tácticas principales. La primera resulta de la decisión más importante sobre todo gran cambio político: el ritmo de avance. J. Pujol escogió en su día el incrementalismo, basado en el reconocimiento que cambios sustanciales sólo suceden por sorpresa, porque, si son anunciados de inicio, el status quo desplegará tal resistencia que devendrán imposibles. En una “larga marcha”, como la de CiU, el avance es lento e irregular, pero irreversible; la perseverancia más necesaria que el coraje; los rumbos de navegación más aproximados que exactos; y la ambigüedad sobre el objetivo final esencial. CiU ha querido siempre la independencia pero sólo lo puede desvelar ahora, cuando el catalanismo está en aquel momento –que a Mao Zedong tanto interesó conceptualizar-- en que avances incrementales se transmutan en cambios rupturistas. Es la ocasión del gran salto adelante.
La segunda táctica ha sido priorizar los avances culturales. La lengua catalana y sus instrumentos de consolidación --el sistema educativo y la televisión pública-- son tan importantes que A. Mas repetidamente utiliza la expresión “líneas rojas” para referirse a su blindaje. El catalanismo, como si siguiera a A. Gramsci, escogió el pausado ritmo evolutivo para dar tiempo a la hegemonía cultural como fase previa al dominio político.
Las tácticas de un partido como CiU no son suficientes para explicar dinámicas políticas compuestas de secuencias acción-reacción-contra reacción. Salvo cierta resistencia pasiva de la burocracia central en la negociación de transferencias, no ha habido grandes reacciones por parte de los partidos españoles a las reivindicaciones incesantes del catalanismo. Si el miedo a los inmigrantes de otras partes de España explica las tácticas de CiU, otro temor explica la pasividad de los partidos españoles. Éste tomó cuerpo el 30 de Mayo de 1984, cuando una airada manifestación catalanista protestó la imputación de J. Pujol por el affaire Banca Catalana. Aquel día PSOE y PP cogieron miedo al catalanismo y su capacidad de movilización. No se podían permitir otro problema nacionalista a añadir al vasco, entonces con ETA en su zenit. Este miedo, más los incentivos de formación de mayorías en las Cortes, explican la no resistencia de PP y PSOE al incrementalismo catalanista.
Pero si hay un partido que ha facilitado el avance del catalanismo ha sido el partido socialista de Cataluña. En su role de partido de gobierno desde los años del President Pujol, cuando nacionalistas y socialistas se repartieron la administración del país --Generalitat para CiU, ayuntamientos para la izquierda-- el PSC se concibió a sí mismo como un partido interclasista. Pero la transversalidad del PSC fue desigual: mientras su base electoral, siempre fiel, fueron los barrios y ciudades obreras de emigrantes españoles, sólo logró avances blandos en los segmentos profesionales más cosmopolitas de la clase media. El PSC renunció a aquello que es esencial a todo “partido”, que es, precisamente, “partir”, dividir, aunque sea a un país, para ganar. Y sólo hubiera podido hacerlo desde la activación de su base emigrante haciendo de la confrontación social, alimentada por la cultural, el conflicto dominante del país. Al tratar Cataluña como realidad suprema, inmanente, indivisible y socialmente neutral, el PSC adoptó el supuesto básico de todo nacionalismo, liberando las rutas de avance de CiU.
La imposición de conflictos es la más formidable de las armas políticas y, durante décadas, gracias a la pasividad del PSC, CiU ha conseguido imponer el conflicto nacional con España al social interno, incluso ahora, en la mayor crisis social. El soberanismo es políticamente dominante en Cataluña.
Sin embargo, la burguesía catalana no ha finalizado su travesía. España es ahora un ente de soberanía limitada, subordinada a una estructura superior. A CiU le queda un segundo reto: el plácet de Europa. Para obtenerlo ha de volver a acertar sus tácticas. La primera decisión, dificilísima, será elegir entre dos opciones: Ante Europa ¿es más factible la independencia “en un solo país”? o ¿es más conveniente ligar las aspiraciones de Cataluña a un bloque de naciones sin estado? Y tiene, también, que acertar las respuestas a las preguntas esenciales a todo conflicto. Primera, ¿cuánta visibilidad –p. ej., referéndums, insumisión?: puede ser alta. Segunda, ¿cuánta intensidad –p. ej., arriesgar el bienestar de la población?: ha de ser baja. Y ¿cuánto implicar a otros actores –p. ej., organismos internacionales, observadores?: puede ser mucho. La lucha final de la burguesía catalana será internacional.
Si CiU acierta sus tácticas Cataluña será independiente. Pero será un estado-nación cuando éstos ya no son lo que eran. No desfilará por Barcelona el 11 de Septiembre la división acorazada Guifré el Pilós. No se imprimirá una moneda propia. No tendrán las embajadas extranjeras enormes sedes en la Diagonal. Tampoco tendrá una política exterior diferenciada que importe. Y A. Merkel, o quien sea, no tratará a Cataluña mejor que M. Rajoy. El independentismo es posible porque, para un mundo globalizado, la independencia de un país petit –por utilizar la expresión de J. Guardiola-- es irrelevante.
Pero la independencia sí sería relevante hacia dentro de Cataluña, un país que puede ser pequeño pero que genera, admirablemente, un enorme valor añadido, económico, social y cultural. F. Millet, el destacado miembro de la burguesía barcelonesa implicado en el affaire del Palau, declaró, ya famosamente, que en Cataluña los que mandan son unos cuatrocientos, que se encuentran en los mismos sitios, que son como una familia, parientes o no. La independencia consolidaría definitivamente la hegemonía de esta élite tradicional. No sólo de ella. También la de las clases medias afiliadas a la misma, a las que pertenecen los miles de cargos y políticos de la Generalitat catalanista, y los miles de consultores, proveedores y empresarios que viven directa o indirectamente de la administración autonómica. Lo que se juega con la petición de pacto fiscal-y-si-no independencia es, además de una de las posibles soluciones a los problemas económicos de Cataluña, el grado de monopolio que, en la globalización, éstas clases tendrán sobre la captura de ese valor añadido.
Que la burguesía catalana reivindique estructuras estatales en una Europa donde éstas son cada vez menos relevantes indica que, en un mundo de competencia abierta, necesita utilizar todos los mecanismos para mantener su hegemonía. Poco sorprendente, dada su centenaria tradición proteccionista. El independentismo es la fase superior del proteccionismo. Que sea factible es mérito de CiU y demérito del PSC, el partido que no se atrevió a partir.
José Luis Álvarez es doctor en Sociología por la Universidad de Harvard.