per Antonio Alvarez Solís, publicat a Gara el dia 21-09-2012
Tras la clamorosa manifestación catalana frente a la recalcitrante política centralista de Madrid, hay que analizar con rigor el verdadero contenido de los dos términos principales que, con uno u otro propósito o alcance, enmarcan la cuestión nacional. Se trata de clarificar el valor de las dos herramientas políticas con que se pretende realizar la nación; de no mezclar, como se hace con deliberada confusión o malicia en muchas ocasiones, los conceptos de nacionalismo y soberanismo. El conflicto político radical que enfrenta a España con Euskadi y Catalunya exige una exquisita claridad de lenguaje en este asunto fundamental. Si no se da esa claridad de lenguaje, es que nos expresamos desde un pensamiento inmaduro, en la interpretación más generosa, o bien que funcionamos con una miserable intención de engaño. Hay que elegir, por tanto, y llegados a una situación extrema, entre anclar en el puro nacionalismo o navegar decididamente hacia el soberanismo.
El nacionalismo es un concepto con fronteras muy amplias. Puede limitarse a una expresión cultural intensa, como ha ocurrido durante muchos años en Galicia. Era, o es aún, el nacionalismo que se simbolizaba en la figura y obra del gran Castelao o de Rosalía de Castro. Ese tipo de nacionalismo está animado siempre, al menos en sus inicios, por un espíritu intenso y entrañable, pero no alcanza la fase superior del independentismo y suele amortizarse por ello en un autonomismo más o menos profundo. Incluso cabe que nos regrese a algo tan insustancial como un regionalismo al viejo estilo.
Puede tratarse también de un nacionalismo con fuerte acento en lo económico, como ha sucedido con los propósitos de la Lliga catalana representada en su espíritu por Cambó, que aspiraba a algo tan utópico como catalanizar España. Él mismo fue un gran ministro de Fomento del Gobierno español. Con ese nacionalismo parece ser, hoy, con el que mariposea el presidente Mas desde Convergència. Lo inconveniente de ese nacionalismo es que tropieza siempre, al menos hasta ahora, con una merma continuada de su papel ante el poder central del Estado. Resulta evidente que el jacobinismo español horada como una carcoma ese tipo de nacionalismo hasta reducirlo con el tiempo a casi nada. Es además en sí mismo un nacionalismo profundamente burgués, y la burguesía suele mantener un patriotismo muy contable. A mayor abundamiento, sucede que los protagonistas de esta clase de nacionalismo han de realizar a diario un agotador esfuerzo para desenvolverse con éxito en la contradicción evidente entre su menguado poder político y el inevitable progreso del separatismo, que le acosa y no se resigna a la vida declinante del autonomismo.
Finalmente, damos con el soberanismo, que implica una total posesión de las capacidades de gobierno, como pretenden el abertzalismo de izquierda y sus aliados, que entraña una poderosa voluntad independentista, ya que los vascos que así piensan toman creciente conciencia de que sin independencia es absurdo esperar algo sólido en el marco autonómico. De la lengua propia como lengua oficial a una economía de diseño característico, la nación vasca más enraizada cultiva ambiciones no realizables en el marco del Estado español. Acerca de este escenario de libertad necesaria para ensayar otra forma de vida está hablando con una creciente fuerza la aspirante a la Lehendakaritza, Sra. Mintegi, cuya figura va ganando altura y potencia ante las próximas elecciones parlamentarias vascas. La tesis central del discurso sostenido por la Sra. Mintegi -la dama de seda, pues ser de hierro siempre amenaza con el riesgo de la aluminosis- prima una política que eleve la condición vital de las personas frente a una política continuista basada en la mera ocupación superficial de las instituciones.
Esta tesis conlleva, naturalmente, por su parte, una institucionalidad adecuada -una institucionalidad con perfil absolutamente social- cuya imagen está calando con fuerza en la nación vasca, que es consciente de que la economía concebida sin el objetivo del bien de las masas como finalidad principal no conduce a ningún lugar realmente humano, sea o no estrictamente nacionalista.
Frente a la confusión que conlleva un nacionalismo incapaz de soltar amarras respecto al Estado español, protagonizado por PNV y Convergència, se alza con perfiles cada vez más rotundos la fuerza del soberanismo. Parece evidente que el soberanismo contiene en su seno el nacionalismo auténtico, real y realizable. Dentro del soberanismo el nacionalismo se aloja por pura gravedad. Todas aquellas condiciones que exige el nacionalismo para ser realmente tal -cultura vigorosa y propia, economía distinta y eficaz de cara a la ciudadanía, comunicación humana abierta y servicios sociales nobles y confortables, etc.- hayan su verdadera realización en el soberanismo con que van a las urnas el 20-O el abertzalismo de izquierda vasco y sus aliados.
Hay un aspecto en esta reflexión que merece tratamiento específico. Se trata del comunismo y del socialismo verdadero. El comunismo debe nutrirse de soberanismo en las naciones oprimidas por una estatalidad ajena, ya que la liberación nacional constituye el disparador de otras liberaciones, como la económica y social. Soslayar el soberanismo de las naciones subyugadas apoyándose en el «internacionalismo proletario» equivale a renunciar a escenarios nacionales desde los que operar con una regenerada energía social. En primer lugar, la palabra «proletario» ha perdido comprensión en muchas sociedades. Estamos en la época de los trabajadores ciudadanos que tienen del internacionalismo un concepto basado en la previa liberación propia. Un comunismo o socialismo esencial practicado en una nación con enérgica conciencia de sí misma, por haberla protagonizado de cara a una época distinta, constituyen un factor sólido para contribuir con fuerza a la necesaria unión internacional de las fuerzas del trabajo. Puede decirse, para evitar memorias complicadas, que más que de comunismo o socialismo hablamos de una práctica de colectivismo social respecto a elementos básicos de riqueza a fin de que esa riqueza permita la floración de una multitud de iniciativas personales o cooperativas purificadas de los controles oligopólicos o monopólicos que ahora destruyen la armonía social. El soberanismo real de los pueblos equivale a un soberanismo efectivo sobre todas sus posibilidades creadoras. En último término, hablamos de que las uniones políticas se generen por los pueblos y no por los estados, actualmente dirigidos por fuerzas al margen del vacío parlamentarismo actual.
Toda esta regeneración de la política tiene sus mejores posibilidades de realización en pueblos como el vasco o el catalán, que parten hacia un futuro soberano sin tener sobre sus espaldas el peso muerto de un estatismo esclerosado, con inquilinos que ya no piensan en la democracia ni en las libertades populares. Por ello, repito, creo que ha de encararse con mucha prudencia el uso de los conceptos de nacionalismo y soberanismo. El nacionalismo está de alguna manera contaminado por quienes han hecho de la palabra una bandera de combate para fuerzas en gran parte inmóviles. El nacionalismo se maneja por algunas minorías con pretensiones de gobierno a modo de moneda sin más valor que una expresión de entrega. Ello lleva a preferir como herramienta principal de liberación el soberanismo, dentro de cuyo horno se puede robustecer adecuada y perfectamente un verdadero nacionalismo. Hay que jugar a la mayor.
Tras la clamorosa manifestación catalana frente a la recalcitrante política centralista de Madrid, hay que analizar con rigor el verdadero contenido de los dos términos principales que, con uno u otro propósito o alcance, enmarcan la cuestión nacional. Se trata de clarificar el valor de las dos herramientas políticas con que se pretende realizar la nación; de no mezclar, como se hace con deliberada confusión o malicia en muchas ocasiones, los conceptos de nacionalismo y soberanismo. El conflicto político radical que enfrenta a España con Euskadi y Catalunya exige una exquisita claridad de lenguaje en este asunto fundamental. Si no se da esa claridad de lenguaje, es que nos expresamos desde un pensamiento inmaduro, en la interpretación más generosa, o bien que funcionamos con una miserable intención de engaño. Hay que elegir, por tanto, y llegados a una situación extrema, entre anclar en el puro nacionalismo o navegar decididamente hacia el soberanismo.
El nacionalismo es un concepto con fronteras muy amplias. Puede limitarse a una expresión cultural intensa, como ha ocurrido durante muchos años en Galicia. Era, o es aún, el nacionalismo que se simbolizaba en la figura y obra del gran Castelao o de Rosalía de Castro. Ese tipo de nacionalismo está animado siempre, al menos en sus inicios, por un espíritu intenso y entrañable, pero no alcanza la fase superior del independentismo y suele amortizarse por ello en un autonomismo más o menos profundo. Incluso cabe que nos regrese a algo tan insustancial como un regionalismo al viejo estilo.
Puede tratarse también de un nacionalismo con fuerte acento en lo económico, como ha sucedido con los propósitos de la Lliga catalana representada en su espíritu por Cambó, que aspiraba a algo tan utópico como catalanizar España. Él mismo fue un gran ministro de Fomento del Gobierno español. Con ese nacionalismo parece ser, hoy, con el que mariposea el presidente Mas desde Convergència. Lo inconveniente de ese nacionalismo es que tropieza siempre, al menos hasta ahora, con una merma continuada de su papel ante el poder central del Estado. Resulta evidente que el jacobinismo español horada como una carcoma ese tipo de nacionalismo hasta reducirlo con el tiempo a casi nada. Es además en sí mismo un nacionalismo profundamente burgués, y la burguesía suele mantener un patriotismo muy contable. A mayor abundamiento, sucede que los protagonistas de esta clase de nacionalismo han de realizar a diario un agotador esfuerzo para desenvolverse con éxito en la contradicción evidente entre su menguado poder político y el inevitable progreso del separatismo, que le acosa y no se resigna a la vida declinante del autonomismo.
Finalmente, damos con el soberanismo, que implica una total posesión de las capacidades de gobierno, como pretenden el abertzalismo de izquierda y sus aliados, que entraña una poderosa voluntad independentista, ya que los vascos que así piensan toman creciente conciencia de que sin independencia es absurdo esperar algo sólido en el marco autonómico. De la lengua propia como lengua oficial a una economía de diseño característico, la nación vasca más enraizada cultiva ambiciones no realizables en el marco del Estado español. Acerca de este escenario de libertad necesaria para ensayar otra forma de vida está hablando con una creciente fuerza la aspirante a la Lehendakaritza, Sra. Mintegi, cuya figura va ganando altura y potencia ante las próximas elecciones parlamentarias vascas. La tesis central del discurso sostenido por la Sra. Mintegi -la dama de seda, pues ser de hierro siempre amenaza con el riesgo de la aluminosis- prima una política que eleve la condición vital de las personas frente a una política continuista basada en la mera ocupación superficial de las instituciones.
Esta tesis conlleva, naturalmente, por su parte, una institucionalidad adecuada -una institucionalidad con perfil absolutamente social- cuya imagen está calando con fuerza en la nación vasca, que es consciente de que la economía concebida sin el objetivo del bien de las masas como finalidad principal no conduce a ningún lugar realmente humano, sea o no estrictamente nacionalista.
Frente a la confusión que conlleva un nacionalismo incapaz de soltar amarras respecto al Estado español, protagonizado por PNV y Convergència, se alza con perfiles cada vez más rotundos la fuerza del soberanismo. Parece evidente que el soberanismo contiene en su seno el nacionalismo auténtico, real y realizable. Dentro del soberanismo el nacionalismo se aloja por pura gravedad. Todas aquellas condiciones que exige el nacionalismo para ser realmente tal -cultura vigorosa y propia, economía distinta y eficaz de cara a la ciudadanía, comunicación humana abierta y servicios sociales nobles y confortables, etc.- hayan su verdadera realización en el soberanismo con que van a las urnas el 20-O el abertzalismo de izquierda vasco y sus aliados.
Hay un aspecto en esta reflexión que merece tratamiento específico. Se trata del comunismo y del socialismo verdadero. El comunismo debe nutrirse de soberanismo en las naciones oprimidas por una estatalidad ajena, ya que la liberación nacional constituye el disparador de otras liberaciones, como la económica y social. Soslayar el soberanismo de las naciones subyugadas apoyándose en el «internacionalismo proletario» equivale a renunciar a escenarios nacionales desde los que operar con una regenerada energía social. En primer lugar, la palabra «proletario» ha perdido comprensión en muchas sociedades. Estamos en la época de los trabajadores ciudadanos que tienen del internacionalismo un concepto basado en la previa liberación propia. Un comunismo o socialismo esencial practicado en una nación con enérgica conciencia de sí misma, por haberla protagonizado de cara a una época distinta, constituyen un factor sólido para contribuir con fuerza a la necesaria unión internacional de las fuerzas del trabajo. Puede decirse, para evitar memorias complicadas, que más que de comunismo o socialismo hablamos de una práctica de colectivismo social respecto a elementos básicos de riqueza a fin de que esa riqueza permita la floración de una multitud de iniciativas personales o cooperativas purificadas de los controles oligopólicos o monopólicos que ahora destruyen la armonía social. El soberanismo real de los pueblos equivale a un soberanismo efectivo sobre todas sus posibilidades creadoras. En último término, hablamos de que las uniones políticas se generen por los pueblos y no por los estados, actualmente dirigidos por fuerzas al margen del vacío parlamentarismo actual.
Toda esta regeneración de la política tiene sus mejores posibilidades de realización en pueblos como el vasco o el catalán, que parten hacia un futuro soberano sin tener sobre sus espaldas el peso muerto de un estatismo esclerosado, con inquilinos que ya no piensan en la democracia ni en las libertades populares. Por ello, repito, creo que ha de encararse con mucha prudencia el uso de los conceptos de nacionalismo y soberanismo. El nacionalismo está de alguna manera contaminado por quienes han hecho de la palabra una bandera de combate para fuerzas en gran parte inmóviles. El nacionalismo se maneja por algunas minorías con pretensiones de gobierno a modo de moneda sin más valor que una expresión de entrega. Ello lleva a preferir como herramienta principal de liberación el soberanismo, dentro de cuyo horno se puede robustecer adecuada y perfectamente un verdadero nacionalismo. Hay que jugar a la mayor.
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